Doña Amarga subió pausada y fatigosamente.
Su mirada helada recorrió todos los rincones del autobús hasta clavar sus ojos en
el grupo de las niñas del colegio de monjas que exclamaban entre risas
nerviosas: “¡Ya está aquí la vieja!”.
Caminó lentamente hacia su asiento predilecto,
el de la izquierda en el sentido contrario a la marcha del autobús. Golpeó
ligeramente con su viejo y pesado bastón a la persona que lo ocupaba mientras
le ordenaba: “¡Levántese”!
Doña Amarga había cumplido ya los 95.
Hija, esposa y madre de militares, había educado a sus ocho hijos como si el
general fuera ella. Apenas recibía visitas de sus hijos, nietos y biznietos,
que evitaban así su temperamento inflexible y antipático.
Casi todos los días su criada la
llevaba a la parada del bus circular justo a la hora de la salida de los
colegios. Cuando regresaba a buscarla la hallaba siempre muy cansada y con menos
dotes de mando. Pero aquel día el viaje la iba a llenar de desasosiego. Dos
hombres cercanos a la cincuentena, sentados frente a ella, hacían groseros comentarios
sobre las niñas mientras volvían la cabeza una y otra vez para mirarlas.
“¿Has vistos cómo se suben las
faldas? A la más alta se le ven las bragas. La muy zorrita va pidiendo guerra”.
Doña Amarga miró a la niña con gesto severo y esta se refugió detrás de las
demás.
“¿Y qué me dices del niño? Se va a
amariconar con tantas gallinas”. Ahora doña Amarga rastreaba el grupo con sus
ojos huraños buscando sin éxito al niño mientras las niñas la miraban con
temor.
“¿Y las piernas de la rubia? ¡Si
parecen morcillas!” La niña, que olvidaba todos sus kilos de más cuando iba
acompañada de sus amigas, intentó ocultar sus piernas detrás de la mochila, con
los ojos llorosos, incapaz de sostener la agria mirada de la vieja.
Y entonces doña Amarga borrando
repentinamente la torpeza de sus muchos años se levantó como un resorte y
descargó con fuerza la punta de su bastón en la cabeza de uno de los hombres.
Las niñas se encogieron como si el bastonazo las hubiera caído a ellas. Y en
medio del denso y frío silencio que la escena había provocado gritó: “¡Dejen en
paz a las niñas!”. Y una vez sentada, dejándose a sí misma perpleja al
escucharse, añadió: ¡Coño!
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