Cuando comenté a mis
vecinas que me iba a Estambul, se miraron unas a otras conteniendo las risas. Yo
no entendía por qué mi viaje provocaba esa reacción. “¿Vas a buscar al turco?”,
me preguntó una de ellas entre carcajadas. Y entonces comprendí la causa de tanta alegría repentina. Se
referían al personaje de Antonio Gala, ese guapo morenazo que despertaba en Ana
Belén todos sus deseos ocultos, ahogados por un marido bueno y bastante
aburrido. ¿Cómo no identificarse con ella? Si aquella mujer sufría además humillaciones,
estas sólo representaban el justo castigo por no parecerse al común de las
mortales, vecinas incluidas. Así que, animada también por la broma, las
contesté que esperaba encontrarle y que a lo mejor no regresaba.
El
primer turco que vi en Estambul fue el recepcionista del hotel, un hombre de
estatura casi mediana, de cara y de cuerpo anchos sin ser obeso, con piernas
ligeramente arqueadas y de gesto profundamente serio. Me pareció muy correcto y
nada apasionado. No tengo en cuenta los policías de la aduana, porque estos
generalmente pertenecen a una especie humana ajena al país en el que nos
introducen. Esto lo tienen muy en cuenta los turistas, de no ser así, todos
volveríamos corriendo al avión al encontrarnos con ellos.
Los
días sucesivos me encontré aquí y allá con el sector de la población masculina
que más abundaba en aquella ciudad: los vendedores. Seres incansables que perseguían
a los turistas sin descanso, que parecían surgir por todas partes, todos ellos
con sus caras anchas y sus piernas ligeramente arqueadas, cuya única pasión era
la supervivencia. Hombres luchadores y emprendedores que podrían ser la envidia
de algún gobernante que no prohibiera la venta ambulante ni torpedeara a los
comerciantes con elevados impuestos.
Y
qué decir de aquellos jovencitos que se esmeraban en consolar a sus novias,
enfundadas en interminables abrigos de gabardina,
simulando ser seres frágiles dignos de toda protección en un intento de que su
acompañante no mirase a las otras jóvenes fuertes, alegres que mostraran más
carne de la debida. Esos hombres tiernos tampoco despertaron mi pasión.
Finalmente
regresé a Madrid sin haber localizado al fogoso turco. Aunque después de
reflexionar durante largo rato llegué a la conclusión de que ya que el actor de
aquella película, aún siendo de origen griego, había nacido y vivía en París
quizá lo más sensato sería buscar al galán francés en vez del apasionado turco.
Pero de este viaje y sus resultados conversaré con mis vecinas en otro momento.
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