miércoles, 15 de febrero de 2012

LA PASIÓN TURCA

            Cuando comenté a mis vecinas que me iba a Estambul, se miraron unas a otras conteniendo las risas. Yo no entendía por qué mi viaje provocaba esa reacción. “¿Vas a buscar al turco?”, me preguntó una de ellas entre carcajadas. Y entonces comprendí la causa de tanta alegría repentina. Se referían al personaje de Antonio Gala, ese guapo morenazo que despertaba en Ana Belén todos sus deseos ocultos, ahogados por un marido bueno y bastante aburrido. ¿Cómo no identificarse con ella? Si aquella mujer sufría además humillaciones, estas sólo representaban el justo castigo por no parecerse al común de las mortales, vecinas incluidas. Así que, animada también por la broma, las contesté que esperaba encontrarle y que a lo mejor no regresaba.


            El primer turco que vi en Estambul fue el recepcionista del hotel, un hombre de estatura casi mediana, de cara y de cuerpo anchos sin ser obeso, con piernas ligeramente arqueadas y de gesto profundamente serio. Me pareció muy correcto y nada apasionado. No tengo en cuenta los policías de la aduana, porque estos generalmente pertenecen a una especie humana ajena al país en el que nos introducen. Esto lo tienen muy en cuenta los turistas, de no ser así, todos volveríamos corriendo al avión al encontrarnos con ellos.

            Los días sucesivos me encontré aquí y allá con el sector de la población masculina que más abundaba en aquella ciudad: los vendedores. Seres incansables que perseguían a los turistas sin descanso, que parecían surgir por todas partes, todos ellos con sus caras anchas y sus piernas ligeramente arqueadas, cuya única pasión era la supervivencia. Hombres luchadores y emprendedores que podrían ser la envidia de algún gobernante que no prohibiera la venta ambulante ni torpedeara a los comerciantes con elevados impuestos.

            Y qué decir de aquellos jovencitos que se esmeraban en consolar a sus novias, enfundadas en interminables abrigos de gabardina, simulando ser seres frágiles dignos de toda protección en un intento de que su acompañante no mirase a las otras jóvenes fuertes, alegres que mostraran más carne de la debida. Esos hombres tiernos tampoco despertaron mi pasión.

            Finalmente regresé a Madrid sin haber localizado al fogoso turco. Aunque después de reflexionar durante largo rato llegué a la conclusión de que ya que el actor de aquella película, aún siendo de origen griego, había nacido y vivía en París quizá lo más sensato sería buscar al galán francés en vez del apasionado turco. Pero de este viaje y sus resultados conversaré con mis vecinas en otro momento.

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