martes, 17 de abril de 2012

LOS SENCILLOS SÚBDITOS DE UN REY MUY OCUPADO

          Juan y Ana estaban a punto de celebrar sus bodas de plata. Durante estos veinticinco años habían sido felices de un modo muy sencillo, simple, sin apenas proponérselo. Porque Juan y Ana eran esencialmente dos personas sencillas.


          Juan era el portero de una finca sin derecho a casa. Los vecinos le querían por su amabilidad, por su generosidad y sobre todo por su sencillez. Era extremadamente servicial: cogía la bolsa y los carros de la compra, cuidaba de los perritos llorones que esperaban a sus amos, saludaba con cariño a los niños, escuchaba atento y paciente a los más mayores y también realizaba pequeñas reparaciones. A cambio recibía propinas que compensaban su escaso sueldo. Pero últimamente, estos extras se iban reduciendo más y más. Y algún que otro vecino empezaba a plantearse la poca utilidad y el mucho gasto de tener un portero. Pero Juan seguía haciendo sus servicios aunque fuera de forma desinteresada, porque él ante todo era un hombre amable y sencillo.

          Ana llevaba su casa de forma sencilla pero eficaz. No era una mujer inteligente, sus conocimientos de matemáticas y de casi todo eran muy limitados. No obstante, tenía la asombrosa habilidad de estirar el puñadito de euros que su marido traía a casa. Su hija Anita, sin embargo, apenas aportaba nada a la familia, salvo, eso sí, su sencilla presencia. Sus padres la adoraban pero tenían cuidado de que no tuviera acceso a la pequeña renta familiar, porque ella en vez de estirar, encogía el dinero.

          Un día de comienzos del verano la vida sencilla de Juan, Ana y Anita se transformó. El rey se había operado su rodilla derecha en el hospital contiguo a su casa. Estaban muy contentos de tenerle tan cerquita. Cuando supieron que ya se iba, se vistieron con su mejor ropa y llenos de emoción fueron a decirle adiós. Los tres se situaron frente a una cámara de televisión saludando con la mano, pero no salieron en las noticias. El rey pasó en un coche de cristales ahumados. No le pudieron ver, sin embargo no les importó, comprendían que era un hombre muy ocupado y ellos eran personas sencillas.

          Casi a finales de verano, volvió el rey al hospital. Ingresó el domingo y justo al día siguiente se fue. Esta vez no pudieron irle a despedir, aunque les hubiera gustado. Ana se puso muy triste, pero Juan la advirtió que el rey tenía demasiado trabajo que hacer y ellos sólo eran personas sencillas.

          Y entonces en primavera ingresaron de nuevo al rey. Escucharon los tres en silencio la noticia mientras comían. El rey se había roto la cadera cuando cazaba elefantes en un país africano con un nombre muy raro que Anita intentó repetir sin ningún éxito. Los tres prosiguieron masticando su comida sin saber qué decir. Hasta que Juan en voz muy baja, como si no quisiera que nadie le oyese, afirmó que el rey era un hombre muy ocupado y podía hacer lo que quisiera para divertirse. Las mujeres de aquella pequeña y sencilla familia no le contestaron. Se levantaron de la mesa sin hablar ni mirarse a los ojos. Y así sencillamente, sin ningún tipo de gran debate, ninguna importante declaración, ni siquiera una interesante conferencia de prensa, decidieron en silencio que no irían a decir adiós al rey.

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