Cuando se acercó el viejo con su sonrisa de hombre chévere, Omar pensó que aquella tarde la iba a pasar cogiendo. Aunque necesitaba la guita, estaba ya más que harto de tanto turista marica.
Omar salió de su casa no más cumplió
los cinco años huyendo de los golpes de su papá. Su mamá no fue a buscarle,
estaba demasiado ocupada ahogándose en tequila. Ahora tenía doce años, sabía
cómo defenderse en las calles mexicanas, ya no era un chavo pendejo. Pero esta
vez no tenía razón. Cuando del lujoso carro salió ella, se dio cuenta de que
aquel era su día de suerte. “Demasiado joven y demasiado linda para el viejo”,
pensó. Empezó a platicarle con mucha prisa como hace la gente de la madre
patria, pero a Omar aquella voz ruda le pareció la de un ángel. Le miró con
unos preciosos ojos verdes y él se avergonzó de ser un flacucho chilapastroso.
Envidió al viejo como nunca lo había hecho con nadie. Un chavo como él jamás
podría ser el galán de esa mujer.
“Tenemos que comprarle unos zapatos,
esos están muy viejos y… una buena manta, seguro que pasa mucho frío por la
noche y… hoy le invitamos a comer en el mejor restaurante. Si protesta el
camarero, le das una buena propina. ¿Cómo te llamas?”
Omar apenas acertó a decir su nombre
en un hilo de voz mientras el viejo le miraba sonriente, orgulloso de hacer
feliz a esa mujer.
Por la noche regresó con los demás,
ansioso de contarlo todo. En realidad pasaría muchas noches platicando sobre la
linda mujer y el viejo. Pocas veces los turistas eran tan generosos pero, aunque
lo fueran, siempre se marchaban a sus casas mientras los chavos dormían en las
calles.
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