viernes, 25 de mayo de 2012

EL MOLINILLO DE CAFÉ

La hermana de Daniel me había dado las llaves del piso, aunque no estaba todavía vacío. Al entrar todos los recuerdos surgieron de repente. Le vi andando por aquel pasillo mostrándome las huellas de las humedades que el tejado había dejado en el techo. Oí sus acostumbradas frases corteses propias del hombre educado que él siempre intentaba mostrar y tan alejadas de ese otro que regresaba de madrugada, totalmente borracho, después de haber pasado varias horas en bares de maricas. Porque Daniel no tuvo suerte: había nacido en una familia muy tradicional y en un momento en el que la hombría estaba por encima de todo.  

         Su casa, que ahora era la mía, había padecido el saqueo de una familia avergonzada y bastante interesada. Los cuadros, la cerámica, las esculturas y todas las antigüedades que él adquiría en las subastas ya no estaban. El olor de sus gatos permanecía inalterable e incluso en los rincones había restos de sus pelos. El enorme armario barroco seguía allí como un orgulloso moribundo luchando contra la carcoma. Y entonces entré en su habitación y contemplé los restos del expolio que su hermana había prometido llevarse al día siguiente y al verlo me estremecí. Estaba allí en el suelo esperando su turno para ir a la basura. No había hecho falta consultar a un tasador para saber que era un objeto sin valor. Recordé cómo me lo señalaba emocionado. “Mira, Anita, este es el molinillo de mi madre”. Y yo me veía a mí misma con otro muy similar, el de mi abuela, moliendo el café con mis manos pequeñas sin apenas fuerzas. Seguí recorriendo con la vista los objetos del suelo hasta llegar a un álbum de fotos y me sorprendí al ver a un Daniel joven y guapo sonriendo al lado un muchacho bastante afeminado.

El álbum se quedó conmigo junto a mis fotos. El armario, sin embargo, no pudo salvarse. Y el molinillo ocupa ahora un estante en mi comedor, desde el cual me sonríe todos los días como un viejecito alegre dispuesto a seguir viviendo.

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