ADIÓS, AURORA

           No sé si te besé, si te abracé o si simplemente te di la mano. ¿O ni eso siquiera? Toda aquella escena aparece oscura como si la viese con unas gafas con las lentes rotas. Mi mente está confusa. No logro recordar cómo fue tu despedida. En mi memoria creo distinguir una nota en la agenda en la que escribo “Cena con Aurora”. La he buscado hoja por hoja pero no la encuentro. También veo mi vestido azul manchado con la salsa que parecía ser de tomate y que goteó de tu cuchara, ¿o fue de la mía? No sé si esa sustancia roja bañaba un pescado, una carne o una pasta pero allí estaba. Sin embargo he mirado todos mis vestidos y no he hallado la mancha.

            Recuerdo sobre todo tu charla farragosa, insistente, relatando todas las maravillas con las que ahora soñabas y todas las tristezas que querías dejar atrás. Tus ganas de abandonarlo todo. Tus deseos de marcharte. Todo lo que merecías y todo lo que ansiabas. Un nuevo amor o, simplemente, un nuevo cariño. Lo suficiente para olvidar una convivencia complicada, asfixiante, de esas que te hacen desaparecer poco a poco, con un hombre para llorar, para sufrir, para perder. 

         Rememoro la conversación con todo detalle. La repaso una y otra vez en mi mente. Pero sigo sin encontrar la nota ni mi vestido azul manchado. Llamo al restaurante con la esperanza de hallar una pista. Pretexto haber olvidado unas gafas en la mesa reservada a nombre de Aurora Frías y el camarero no reconoce ese nombre. Y me pide que deje de llamar. Seguramente me confunde con otra persona. No me rindo. Exijo hablar con el encargado y cuando lo consigo, me prohíbe volver a telefonear. Me advierte que si insisto, colgarán sin contestar. 

       Me siento muy angustiada. Tengo miedo. Yo escuché a Aurora sus palabras de esperanza y de desamor. ¿Qué me sucede? Entonces llamo a mi hermana implorando su ayuda y ella con su acostumbrada voz de hastío me responde: “Te lo he dicho una y mil veces. Aurora murió el año pasado.”