viernes, 24 de mayo de 2013

MI VECINA DEL PATIO, LA SEÑORITA CARMEN

         
            A mi casa le quedan unos pocos años para ser centenaria. Aunque no es propiamente una corrala, dispone de galerías y de un patio de luces que le hacen parecer la típica corrala de Madrid. Sin embargo, no está situada en ningún barrio castizo. Mi casa queda a mitad de camino de varias zonas: de la “Prospe”, de la “Guinde” pero, sobre todo, del elegante barrio de Salamanca. Yo siempre me he sentido más cerca de la “Guinde” y de sus calles sencillas, estrechas, en forma de laberinto, pero mi vecina, la señorita Carmen, se veía a sí misma como una refinada señora del barrio de Salamanca, aunque viviera en un piso bajo al que se entraba pasando por un patio de corrala, entre la portería y la antigua fontanería.


            Todos los días atravesaba aquel patio la señorita Carmen, sorteando a veces el agua que goteaba de las prendas tendidas. Y en esos momentos nuestra portera, habitualmente incisiva y grosera, que se veía a si misma como un policía de circulación de los de entonces y le hubiera encantado tener su silbato para dirigirnos a vecinos y a extraños; en esos momentos, repito, nuestra portera se transformaba. “Buenos días, doña Carmen”. “Para lo que usted mande, doña Carmen”. “Tiene usted mucha razón, doña Carmen”

La señorita Carmen iba siempre vestida con una ropa impecable, muy limpia, sin rastro de arrugas, ni sombra de motitas de caspa. Llevaba siempre su negro y eterno bolso de piel muy apretado, sobre su brazo doblado y sus negros y eternos zapatos de salón que parecían no envejecer nunca. Era demasiado delgada y muy, muy pequeña a pesar de que se erguía y estiraba como un junco y no sabría precisar cómo, pero siempre lograba mirar a todo el mundo por encima del hombro. Nunca abandonaba una leve sonrisa, más ácida que dulce, mezcla de concesión y de indulgencia, como si de antemano perdonara nuestros modales inapropiados. Se expresaba con frases muy precisas, enérgicas, segura de que su educación y su cultura eran muy superiores a las de los demás y así nos lo hacía sentir. Si, por ejemplo, consideraba que el comportamiento de un niño no era el adecuado, se lo hacía saber claramente a sus progenitores, de forma educada y aún así contundente. Quizá por eso los niños del 2º que no solían alcanzar el nivel de urbanidad cortésmente impuesto por la señorita Carmen, divulgaron la historia de que en su casa habitaban espíritus y fantasmas con los que nuestra vecina se comunicaba todas las noches. En su descargo habría que añadir que se trataba de los hijos de un vecino acostumbrado a hacer guasa de todos los males incluso los suyos propios.

            La señorita Carmen había ido perdiendo poco a poco, por el camino, a todos sus seres queridos. Su padre y sus hermanos fueron asesinados por los milicianos al comienzo de la guerra. Ella les aconsejó, probablemente con su firmeza acostumbrada, que se trasladaran a la zona franquista y sus dos hombres más amados asintieron sin rechistar porque para ellos su Carmen era la más sensata de la familia. Su madre murió cuando terminó la guerra y ni siquiera la victoria del generalísimo al que tanto admiraba le dio un poco de consuelo. Por otro lado, la señorita Carmen también tuvo su novio, un funcionario un poco torpe que miraba lascivamente a las mujeres cuando su novia no lo advertía, pero que la daba el afecto que ella necesitaba. Y también él se fue. Perdió la vida atropellado por el único coche que pasaba por nuestra calle, muy de vez en cuando.

            Les sobrevivió a todos en su pequeño mundo, entre el patio, su casa y el estanco que ella sola regentaba. Había logrado una sentencia de pena de muerte para los asesinos de los hombres de su familia y ello la hacía sentirse orgullosa, ni feliz ni aliviada, simplemente orgullosa. No la había movido un deseo de venganza, sólo había hecho justicia. La señorita Carmen nunca fue caritativa y no conocía la compasión. No solo la vida la había hecho dura, es que incluso había nacido así.

            La señorita Carmen murió sola en su piso del patio hace ya mucho tiempo. No estaba enferma, al menos aparentemente. Falleció sentada en su sillón, vestida con una bonita y costosa bata rosa, ingiriendo la comida que compraba casi a diario en El Corte Inglés, frente a una estufa que la calentó tanto que hizo que su cuerpo se descompusiera rápidamente.

            Transcurridos unos años de su defunción, el estado subastó su piso tras muchos intentos fallidos por encontrar un heredero natural o, por lo menos, un testamento. En el piso de la señorita Carmen no encontraron fantasmas ni espíritus pero sí una gran cantidad de objetos de valor y muchísimo dinero.

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