Colocó los cubiertos siguiendo un estricto
protocolo. A la derecha la cuchara, la pala del pescado y el cuchillo de la
carne con el filo hacia el plato. A la izquierda, los tenedores y, por supuesto,
los cubiertos del postre frente al plato. El pan no fue cortado en trozos y
colocados dentro de una cesta como se acostumbra a hacer en las casas vulgares,
sino que cada comensal tenía su propio panecillo en un platito a la izquierda,
justamente al mismo nivel que los vasos o las copas. Como cualquier buen
anfitrión decidió la posición de sus invitados, situando pequeñas tarjetas en
las que se indicaban sus nombres, apoyadas en uno de los vasos. Asimismo imprimió
un menú para cada uno de los invitados que colocó al lado de la tarjetita. En
él no sólo aparecía el nombre de cada plato, sino también una breve descripción
del mismo.
“Poisson a la foie de finas hierbas” (Finísimas capas de pescado bañadas en una deliciosa salsa de foie a las finas hierbas)
“Poisson a la foie de finas hierbas” (Finísimas capas de pescado bañadas en una deliciosa salsa de foie a las finas hierbas)
-
“Esto
del poisson es merluza congelada con
el foie-gras de la tapa negra que venden en el Día y las finas hierbas es
perejil, ¿no es así Almu?”, preguntó Marga con su sarcasmo acostumbrado.
-
“¡Qué
bruta eres, Marga!”, exclamó Almudena.
-
“¿Y
cuál es la finalidad de tanta tarjetita? Si sólo somos cinco y ya nos
conocemos, sobre todo Marcos y yo, que llevamos diez años viviendo juntos.”
Desde hacía ya seis años todos los
primeros domingos de abril Almudena organizaba aquella cena. Además de la
sarcástica Marga y su silencioso marido -alguna vez había llegado a pensar que
era mudo- invitaba a otras dos personas, Marina, su mejor amiga de la infancia,
y Edu, el hombre con el que se tenía que haber casado el 20 de mayo de hacía ya
seis años.
La primera cena le sirvió para
presentar a su adorado Eduardo. Después de aquello, sólo hizo falta un mes para
que Marina, la maravillosa amiga de la niñez, le metiera entre sus piernas y le
convenciera de que ella era más interesante que Almu. A todo el mundo le
sorprendió el cambio. Marina nunca fue una mujer guapa. Era regordeta, bajita,
con una cara poco agraciada. Tampoco era inteligente en exceso. En opinión de
Marga, era deficiente, pero en esta apreciación influía su socarronería. Marina
no llegó a hacer el bachillerato y era la cajera de un supermercado. Sin
embargo, Almudena era la mujer ideal para un empresario de éxito como Eduardo.
Abogada perspicaz, parecía resultarle muy sencillo ganar juicios de divorcio,
desplumando a maridos demasiado ricos y demasiado ingenuos. “¡Qué coños tan
caros!”, solía ironizar Marga. Almudena era además una mujer preciosa,
elegante. No era divertida ni graciosa, pero siempre lucía una amplia sonrisa,
cálida y afectuosa.
Justo una semana antes de la boda,
Marina la citó en una cafetería. Pensó que la había convocado para darle un
bonito regalo, como hacen las buenas amigas, pero cuando los vio juntos, casi
pegados uno con otro, supo la verdad. Se dio cuenta en ese instante del
significado de la revulsiva pregunta de la dichosa Marga: “¿El coño de Marina
será también de los caros?” Después de escuchar las disculpas torpes e innobles
de la estrenada pareja, se levantó y entre balbuceos acertó a decir. “¡Qué
seáis muy felices!”. Inmediatamente se arrepintió de aquella reacción tan ridícula
y tan cobarde.
La tristeza le duró casi un año. Dejo
su trabajo y vivió recluida en su casa, sin atender llamadas ni visitas, salvo
la de Marga, que amenazaba con tirar la puerta y avisar a la policía cada vez
que se negaba a abrirla. Sus comentarios incisivos y hasta crueles la servían
de desahogo.
-“A ese imbécil se le va a ir
reduciendo poco a poco el cerebro escuchando las cultas conversaciones de esa
gorda. De lo que tiene entre las piernas no hablo, eso se le redujo hace
tiempo.”
Y entonces llegó el siguiente primer
domingo de abril y con una fortaleza que ella desconocía y un nuevo orgullo,
cultivado con tesón en sus días de encierro, volvió a celebrar la cena. Esta
vez Marga no hizo ningún comentario, la quería demasiado. Y así continúo hasta
el día de hoy, dirigiendo su bufete con cada vez más ingresos y celebrando su cena
anual. Hasta este día en que Marga estaba más insoportable que nunca y Almudena
se preguntaba por qué no era muda como su marido.
“Mi cucharita de postre está un
poquito más lejos del plato que la de Marina, yo diría que unos tres
milímetros”, rumiaba descarada.
Hacía unas pocas horas que Marina le
había pedido a Almudena que tramitara su separación, porque ya no amaba a Edu,
pero se había negado.
-“¡No seas tonta! Aprovecha para
vengarte con lo que mejor sabes hacer”, la instó Marga.
-“No puedo. Soporté la humillación
porque pensaba que eran felices, que la amiga de mi niñez y el amor de mi vida
eran felices. Ahora no puedo separarlos.”
Cuando acabó la cena, Almudena les
rogó a Marga y a su marido que se fueran, porque quería charlar con la pareja rota.
Marga la despidió con el ceño fruncido y Marcos con un leve bufido. Una vez a
solas les sirvió un buen champán francés, que ella no probó porque le dolía el
estómago. Se sinceró con ellos como nunca había hecho con nadie. Les hablo de
su pena, de su soledad, de su desolación. Lo hizo con dulzura, sin acritud,
como una madre comprensiva que reclama la atención de sus traviesos hijos. Al
cabo de un largo rato, empezaron los dolores, los dos cayeron al suelo uno tras
otro retorciéndose en una horrible agonía. Cuando todo hubo terminado, Almudena
apagó las luces y se dirigió a su dormitorio. Se durmió plácidamente, sin
ningún remordimiento, hasta que los golpes en la puerta de una Marga
desesperada, alerta, que intuía lo que había sucedió, la despertaron. Cuando le
abrió la puerta, buscó por toda la casa hasta encontrarlos, yertos, con sus
terribles muecas de dolor, y entonces agarró a Almudena por los hombros y
zarandeándola con fuerza de un lado y otro la gritó encolerizada: “¡Así no,
Almudena, así no!”
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