domingo, 19 de mayo de 2013

HIJA, ESPOSA Y MADRE


            María Eusebia Molina Jiménez nació el 1 de enero de 1900. Por eso ella solía presumir de haber inaugurado un mes, un año y hasta un siglo y, según mi abuelo, la mala suerte de los Molina, a saber, nacer sólo hembras. Porque para mi antepasado, don Eusebio Molina, no había mayor pena para un padre que ver la cuerda de la ropa llenita de bragas. Siete hermanas tuvo mi madre, siete marías y sus correspondientes nombres de compañía: Pilar, Carmen, Isabel, Luisa, Jesús, José y Fernanda. Siete disgustos para su padre y siete ayudantes para su madre.


Todas tuvieron estudios, aunque sólo los imprescindibles. ¿Para qué más? Las mujeres sólo venían al mundo para ser hijas, esposas y madres para eso no era necesario ni una profesión, ni la cultura, ni la inteligencia. Y así fue. Mi madre se casó a los 26 años, con el consiguiente enfado de sus hermanas María Pilar, María Isabel, María Luisa y María José que tuvieron que esperar a que el novio de la primogénita acabara su carrera de Ingeniería de Caminos, Puertos y Canales, aunque ellas ya tenían a los pretendientes esperando desde hacía tiempo. Don Eusebio no consentía que nadie se marchara de su casa antes de la boda de la niña de sus ojos. En realidad era sólo un pretexto para conservar en su hogar esas ocho penas con sus correspondientes bragas tendidas que tanto le alegraban la vida.

Después de casarse, mi madre volvió a celebrar otra de sus famosas inauguraciones. Concretamente, el 7 de mayo de 1928, el día en que yo nací, el mayor de cinco hijos varones. Lo más sorprendente es que mi abuelo no la felicitó, al contrario, le disgustó que su hija favorita no hubiese alumbrado a una niña que la hiciera compañía en el futuro.

Pasamos la guerra civil con no demasiadas penalidades. Tuvimos la suerte de estar en el bando correcto y en el lugar idóneo. Y mi padre gozó éxito profesionalmente por lo que tampoco padecimos problemas económicos. Mi madre se dedicó por entero a la casa y a sus inquilinos con la ayuda de Elvirita, la criada que vivía con nosotros. Fuimos una familia feliz con los disgustos y alegrías habituales que se suceden en las familias consideradas felices.

Hace diez años que murió mi madre y, créanme que eso me partió el corazón de tal manera que aún no lo he superado. La pobrecita enfermó de un miolema múltiple en la espina dorsal que la lleno de dolores durante meses. Mi padre, angustiado por su quejido constante y cobarde al fin, inventaba cualquier motivo para marcharse. Yo en cambio no me moví de su lado. La persona que yo más había querido se estaba muriendo y no quería dejarla ni un momento esperando como dijo el poeta “otro milagro de la primavera”.

Un día de aquellos últimos meses, mi madre me pidió que cogiera una llave que guardaba en el fondo de un cajón. Cuando la pregunté que abría esa llave se enojó tanto que jamás volví a interrogarla.
Tras su muerte toda la familia nos sorprendimos al saber que me había dejado un testamento únicamente para mí. Mi padre se sintió tremendamente abatido y mis hermanos prepararon sus garras para clavármelas en el caso de que mi madre me hubiera beneficiado en algo. Pero no fue así, al menos para ellos.

“Lego a mi hijo Julio María López Molina todas las pertenencias que yo he ido guardando en la caja fuerte nº 86 de la Casa de Correos de Madrid, para que disponga de ellas en la manera que considere más conveniente”.

En la caja nº 86, señoras y señores, encontré 4892 cuartillas sueltas, 96 cuadernos de grapas como los que habitualmente usan los escolares, 563 servilletas y 846 trozos de papel. En todo este colosal material mi madre había manuscrito día a día desde los doce años, con un orden propio de los monjes medievales, un total 12 novelas,  1409 poemas, anotados en las servilletas y los pedazos de papel y 45 cuentos, conocidos por sus cinco hijos y sus siete hermanas, ya que todos y todas solíamos dormir con las fantásticas aventuras de su protagonista, el ratón Geremías, que ella nos contaba casi todas las noches.

Ningún miembro de su familia recuerda haberla visto escribir. Sin embargo pienso que eso es imposible. Lo más probable es que todos nosotros, atentos únicamente a sus tareas como hija, esposa y madre, le diéramos tan poca importancia a los momentos que dedicaba a escribir que hasta nos pasaron desapercibidos.

Gracias por su atención. Si quieren hacerme alguna pregunta estoy a su disposición.

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