Corrió
muy despacio las cortinas, haciendo el menor ruido posible. Aunque parecían ser
bastante opacas, la tenue luz de la farola en la calle entraba por los pequeños
huecos del tejido. Su mirada paciente y minuciosa recorrió el cuerpo de aquella
mujer. Todo lo que vio le pareció hermoso, incitante y hasta obsceno. Sintió
deseos de desnudarla para contemplar lo que la ropa ocultaba, pero el cansancio
y, sobre todo, el desaliento se lo impidieron. Pensó que era mejor taparla con
la manta de cuadros verdes y rojos que a ella tanto le gustaba.
Se conocían desde niños, prácticamente desde que nacieron. Ella vivía en el tercer piso y él, en el primero. Pasó toda su infancia obsequiándole sus juguetes más preciados y su madre, subiendo dos pisos más arriba para pedir cortésmente el último juguete desaparecido. Durante la adolescencia le escribía poemas de amor en trozos de papel de colores. Ella los rompía en pedazos diminutos que tiraba en la puerta de su casa y su madre los recogía pacientemente. Mamá se murió sin perder la esperanza de que la olvidara algún día, pero eso no sucedió.
Se conocían desde niños, prácticamente desde que nacieron. Ella vivía en el tercer piso y él, en el primero. Pasó toda su infancia obsequiándole sus juguetes más preciados y su madre, subiendo dos pisos más arriba para pedir cortésmente el último juguete desaparecido. Durante la adolescencia le escribía poemas de amor en trozos de papel de colores. Ella los rompía en pedazos diminutos que tiraba en la puerta de su casa y su madre los recogía pacientemente. Mamá se murió sin perder la esperanza de que la olvidara algún día, pero eso no sucedió.
Se
caso con ella después de pedírselo miles de veces, tras ofrecerle una lujosa casa
en una elegante zona residencial y tras regalarle un enorme anillo, más caro
aún que la casa, que su madre no la pidió cortésmente porque hacía dos años que
había fallecido.
Llevaban
ya veinte años casados. Él no tenía suficientes dedos en la mano para contar
los amantes de su esposa y, todavía menos, para las humillaciones y los
desprecios. Por el contrario, él ni siquiera podía mirar a otra mujer cuando
ella estaba presente, porque era tremendamente celosa. Posesiva, absorbente,
aquella mujer nunca le demostró cariño, pero tampoco le apartaba de su lado. A
veces sentía que le faltaba el aliento, que ya no era posible vivir junto a
ella y entonces pensaba en su vida y se daba cuenta de que no había pasado ni
un solo día sin pensar en ella, ni un solo instante sin desear su amor. No
podía ver su futuro sin esa inquietud constante, sin ese empeño por conseguir
una muestra de afecto. Su madre, tan paciente como sabia, se lo advirtió así una
vez: “Hijo mío, si sigues empeñado en buscar el dolor y el rechazo, un día te
despertarás y descubrirás que has perdido la capacidad de ser feliz y que todos
los días de tu vida no han tenido ningún sentido”.
Aquella
mañana el doctor le explicó cuál era el alcance de esa cruel enfermedad que
desde hacía meses le obligaba a respirar con dificultad. Le describió con
detenimiento el tratamiento que tendría que soportar, intentando convencerle de
que ese era el único camino de acercarse a su curación. Lo peor de todo fue que
no le mintió: la probabilidad de sobrevivir era mínima.
Pasó
toda la tarde imaginando como serían los últimos momentos de su vida. ¿Sería
ella amable con él? ¿Dejaría de ver a su amante de turno? ¿Le mostraría algo de
afecto? No tenía fuerzas para sobrellevar aquel último dolor bajo la mirada
intransigente de aquella mujer. Y entonces tomó su decisión.
Al
día siguiente llamó a uno de los mejores restaurantes de la ciudad y encargó
que trajeran a su casa una maravillosa cena digna del mejor de los finales.
Compró el excelente vodka, su alcohol favorito, tan duro como ella. Y cuando
hubo comido en abundancia y hubo bebido hasta perder la noción del tiempo, le
hizo la pregunta que tanto había meditado.
“¿Qué
harías si me estuviese muriendo?”
Ella
soltó una sonora y larga carcajada.
“¿Te
da miedo contestarme?”, inquirió lleno de seguridad.
Ella
le miró desconcertada, aturdida por el alcohol y sorprendida por el aplomo con
que él la miraba. Levantó la vista hacia el techo intentando buscar en su
cabeza una respuesta y con voz temblorosa, casi tartamudeando, le contestó:
“Buscaría
el mejor médico para que te curase”
“¿Sufrirías
por mí?”, le preguntó mirándola fijamente a los ojos.
Ella
no contestó, desvió la mirada para apartarse de esa desconocida entereza que su
marido exhibía por primera vez. No le censuró como solía hacer, ni le
despreció. Era como si por fin él impusiera las condiciones.
Aquel
desconcierto le llenó de esperanza. Quizá fuera posible contemplar un último
gesto de cariño. Le daba igual que fuera provocado por la compasión o que no
implicase ni un mínimo de sinceridad. Merecía la pena.
Ella
se dirigió al salón dando traspiés aquí y allá, hasta acabar tirada en la
alfombra. Tras haberla tapado con la manta, pensó durante largo si la dejaba así,
tendida en el suelo. Probablemente por la mañana ella se despertaría a gritos
recriminándole haberla dejado dormir en el suelo. De todos modos estaba
demasiado cansado y abatido. Así que le cubrió la cara para que la luz no la
despertara al amanecer, se tumbó en el sofá, cerró los ojos y soñó con todo el
amor que nunca le había dado.
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