domingo, 19 de mayo de 2013

LA ÚLTIMA DECISIÓN

      
       Corrió muy despacio las cortinas, haciendo el menor ruido posible. Aunque parecían ser bastante opacas, la tenue luz de la farola en la calle entraba por los pequeños huecos del tejido. Su mirada paciente y minuciosa recorrió el cuerpo de aquella mujer. Todo lo que vio le pareció hermoso, incitante y hasta obsceno. Sintió deseos de desnudarla para contemplar lo que la ropa ocultaba, pero el cansancio y, sobre todo, el desaliento se lo impidieron. Pensó que era mejor taparla con la manta de cuadros verdes y rojos que a ella tanto le gustaba.


      Se conocían desde niños, prácticamente desde que nacieron. Ella vivía en el tercer piso y él, en el primero. Pasó toda su infancia obsequiándole sus juguetes más preciados y su madre, subiendo dos pisos más arriba para pedir cortésmente el último juguete desaparecido. Durante la adolescencia le escribía poemas de amor en trozos de papel de colores. Ella los rompía en pedazos diminutos que tiraba en la puerta de su casa y su madre los recogía pacientemente. Mamá se murió sin perder la esperanza de que la olvidara algún día, pero eso no sucedió.

      Se caso con ella después de pedírselo miles de veces, tras ofrecerle una lujosa casa en una elegante zona residencial y tras regalarle un enorme anillo, más caro aún que la casa, que su madre no la pidió cortésmente porque hacía dos años que había fallecido.

       Llevaban ya veinte años casados. Él no tenía suficientes dedos en la mano para contar los amantes de su esposa y, todavía menos, para las humillaciones y los desprecios. Por el contrario, él ni siquiera podía mirar a otra mujer cuando ella estaba presente, porque era tremendamente celosa. Posesiva, absorbente, aquella mujer nunca le demostró cariño, pero tampoco le apartaba de su lado. A veces sentía que le faltaba el aliento, que ya no era posible vivir junto a ella y entonces pensaba en su vida y se daba cuenta de que no había pasado ni un solo día sin pensar en ella, ni un solo instante sin desear su amor. No podía ver su futuro sin esa inquietud constante, sin ese empeño por conseguir una muestra de afecto. Su madre, tan paciente como sabia, se lo advirtió así una vez: “Hijo mío, si sigues empeñado en buscar el dolor y el rechazo, un día te despertarás y descubrirás que has perdido la capacidad de ser feliz y que todos los días de tu vida no han tenido ningún sentido”.

        Aquella mañana el doctor le explicó cuál era el alcance de esa cruel enfermedad que desde hacía meses le obligaba a respirar con dificultad. Le describió con detenimiento el tratamiento que tendría que soportar, intentando convencerle de que ese era el único camino de acercarse a su curación. Lo peor de todo fue que no le mintió: la probabilidad de sobrevivir era mínima.

        Pasó toda la tarde imaginando como serían los últimos momentos de su vida. ¿Sería ella amable con él? ¿Dejaría de ver a su amante de turno? ¿Le mostraría algo de afecto? No tenía fuerzas para sobrellevar aquel último dolor bajo la mirada intransigente de aquella mujer. Y entonces tomó su decisión.

       Al día siguiente llamó a uno de los mejores restaurantes de la ciudad y encargó que trajeran a su casa una maravillosa cena digna del mejor de los finales. Compró el excelente vodka, su alcohol favorito, tan duro como ella. Y cuando hubo comido en abundancia y hubo bebido hasta perder la noción del tiempo, le hizo la pregunta que tanto había meditado.

     “¿Qué harías si me estuviese muriendo?”

     Ella soltó una sonora y larga carcajada.

    “¿Te da miedo contestarme?”, inquirió lleno de seguridad.

     Ella le miró desconcertada, aturdida por el alcohol y sorprendida por el aplomo con que él la miraba. Levantó la vista hacia el techo intentando buscar en su cabeza una respuesta y con voz temblorosa, casi tartamudeando, le contestó:
      “Buscaría el mejor médico para que te curase”

     “¿Sufrirías por mí?”, le preguntó mirándola fijamente a los ojos.

     Ella no contestó, desvió la mirada para apartarse de esa desconocida entereza que su marido exhibía por primera vez. No le censuró como solía hacer, ni le despreció. Era como si por fin él impusiera las condiciones.

     Aquel desconcierto le llenó de esperanza. Quizá fuera posible contemplar un último gesto de cariño. Le daba igual que fuera provocado por la compasión o que no implicase ni un mínimo de sinceridad. Merecía la pena.

     Ella se dirigió al salón dando traspiés aquí y allá, hasta acabar tirada en la alfombra. Tras haberla tapado con la manta, pensó durante largo si la dejaba así, tendida en el suelo. Probablemente por la mañana ella se despertaría a gritos recriminándole haberla dejado dormir en el suelo. De todos modos estaba demasiado cansado y abatido. Así que le cubrió la cara para que la luz no la despertara al amanecer, se tumbó en el sofá, cerró los ojos y soñó con todo el amor que nunca le había dado.






No hay comentarios:

Publicar un comentario