domingo, 19 de mayo de 2013

CARTA A MI HIJA ADELA

        
           Hoy hace tres meses que me separé definitivamente de tu padre tras haber pasado la mitad de mis años junto a él. Nunca pensé que un final tan sosegado como el nuestro llegara a ser tan desagradable. El abogado antipático mirándome como si yo fuera la responsable de todos los males del mundo, incluidas sus hemorroides, tu hermana Mara con su eterno gesto de fastidio y tus uñas, tan largas, clavándose en mi brazo mientras repetías una y otra vez: “Esto lo vas a superar, mamá”. Cuando salimos a la calle, la vi. “¡Dios mío!”, pensé, “¿Cómo se puede ser tan alta, tan joven y tan guapa?” Y tú me clavaste aún más las uñas, mientras me implorabas “No la mires, mamá”. ¡Ay, mi Adelita! Tengo la extraña sensación de que eres tú la que no puedes superarlo.


          Tu padre y yo nunca hemos tenido nada en común. Él es un hombre extraordinario, creado para los domingos y los festivos. Yo soy una mujer cotidiana, idónea para los días laborables en los que todo transcurre con monotonía. Él es inteligente, ingenioso, de los que amenizan las reuniones con sus anécdotas imposibles. Y yo…, bueno yo ni siquiera sé contar un chiste con un poco de coherencia y mi inteligencia es sólo para andar por casa entre trivialidades y rutinas. Tu padre es guapo, esbelto, elegante. Yo lucho a diario por no invadir la nevera, miro de reojo la báscula con la esperanza de que no me reconozca cuando me pongo sobre ella, lucho a diario  para poder abrocharme la ropa después de las comidas y no tengo ningún afecto por los espejos.

            Al principio nos complacían las diferencias. Yo presumía de hombre sobresaliente y él se sentía aún más cautivador con una mujer tan simple como yo. Todos los detalles de nuestra vida en común parecían estar pactados de antemano. Mi sonora y puntual carcajada cuando él contaba en una reunión el chiste acostumbrado, mi permanente gesto afirmativo ante su pregunta repetida, “¿verdad, cariño?”. Y en la intimidad, las mismas caricias en el orden previsto con mucho esmero y poca pasión.

            Y así, sin sobresaltos ni sorpresas, fuimos descubriendo que no nos necesitábamos. Hay parejas que dejan de estar enamoradas pero siguen juntas porque se necesitan y en los malos ratos se amparan y se cobijan. Nosotros en cambio nos apartábamos del otro si le veíamos desalentado con una especie de rencor oculto que no demostrábamos con palabras.

         Y entonces tu padre pasó a ser un hombre desaparecido. El trabajo parecía desbordarle: viajes, comidas, reuniones… Y yo me encontraba a gusto con tanto espacio y tanta ausencia. Me incomodaba su llegada a casa y me aminaba su marcha. Y el otro día a la salida del juzgado contemplé la causante de tanto trabajo y el único disgusto que me produjo se debió al dolor de tus uñas clavadas.

            Todo esto te lo cuento para que comprendas, cariño mío, que yo no estoy abatida, que estoy adaptándome a mi recién estrenada soltería sin amargura. Ahora disfruto más que nunca de mis paseos con Juanita. ¡Es tan agradable oírla hablar de su marido! Ramón murió el invierno pasado. ¿Le recuerdas? Te quería mucho. “Esta niña tan guapa debería ser hija mía”, solía decirte.  Tu padre le repitió una y mil veces que debía adelgazar y hacer ejercicio, pero Ramón prefería sus tardes tranquilas frente al televisor. Él y tu padre eran como dos extremos opuestos. Ramón no admiraba a tu padre como la mayoría de la gente y tu padre sentía celos de él. ¿No te resulta muy extraño: sentir celos de un hombre tan poco agraciado y tan poco inteligente como Ramón?

            Todos tenemos secretos. Algunos no tienen importancia y otros son excesivos. El mío es tan grande que lo invade todo. Me apena mucho que te preocupe mi nueva situación porque tú, hija mía, eres la persona que más he querido nunca. Espero que con paciencia logres superar nuestra separación. Por ahora quiero que sepas que de todos los hijos de Ramón tú eres la que más se le parece.

                         
    



             

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