Bajó corriendo las escaleras
mecánicas sintiendo el temblor de los peldaños. Su hombro izquierdo se
inclinaba ligeramente por el peso de un enorme bolso que guardaba apuntes y dos
enormes libros, uno para estudiar y, el mejor, para leer. Con la mano derecha
sujetaba uno de los bordes de su largo abrigo negro para no pisarlo.
Ya en el andén corrió hacia la puerta más próxima, se introdujo en uno de los vagones y allí comenzó el zarandeo cotidiano. Rodillas, manos, codos tercos e intransigentes la empujaban a un lado y otro. De pie, estaban los novios de todos los días, abrazados, felices, incrustados en una esquina. Y sentada, una madre con su hijo en brazos que mordía con deleite su pulgar. Ambos dormían con las cabezas caídas en uno de sus hombros. Ella había dejado en casa a su niña de apenas dos años. Sabía que no la echaría de menos y que a su regreso protestaría al ver marchar a la abuela. Él había salido antes, silencioso y lejano. Con frecuencia la hacía sentir al final de una larga fila cuyo inicio le resultaba inalcanzable: después de su familia, después de su trabajo, después de su deporte, después de sus aficiones, después y más después.
Ya en el andén corrió hacia la puerta más próxima, se introdujo en uno de los vagones y allí comenzó el zarandeo cotidiano. Rodillas, manos, codos tercos e intransigentes la empujaban a un lado y otro. De pie, estaban los novios de todos los días, abrazados, felices, incrustados en una esquina. Y sentada, una madre con su hijo en brazos que mordía con deleite su pulgar. Ambos dormían con las cabezas caídas en uno de sus hombros. Ella había dejado en casa a su niña de apenas dos años. Sabía que no la echaría de menos y que a su regreso protestaría al ver marchar a la abuela. Él había salido antes, silencioso y lejano. Con frecuencia la hacía sentir al final de una larga fila cuyo inicio le resultaba inalcanzable: después de su familia, después de su trabajo, después de su deporte, después de sus aficiones, después y más después.
El tren llevaba parado un largo
rato. Miró su reloj para calcular cuántos minutos llegaría tarde y valoró si
sería uno de esos pocos días en que su jefe madrugaba para ir al trabajo. Un
pequeño grupo de universitarios se burlaban del eslogan publicitario: “¡Metro
de Madrid vuela!” Miró su imagen reflejada en el cristal y no le gustaron sus grandes
ojeras, ni su extrema palidez, ni su pelo desordenado. Entonces se deslizó con
fuerza y decisión hacia los asientos, buscando un poco de espacio para mover
los brazos, encajó el enorme bolso en la cadera de un viajero, cogió uno de los
dos libros, el mejor, lo abrió en la página marcada y sin hacer caso de los
gruñidos y resoplidos a su alrededor, comenzó a leer:
“¡Oh señora de la
hermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío! Ahora es tiempo que
vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu cautivo caballero, que tamaña
aventura está atendiendo”
(Miguel de Cervantes Saavedra, El Quijote de la Mancha,
Barcelona, Instituto Cervantes-Crítica, 1998, p. 59, I, 3).
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